Falta agua





El médico tomó lápiz, papel y trazó unas líneas rápidas. No presté atención al dibujo sencillo que surgía, me limité a observar el movimiento cargado de urgencia de su mano. Al concluir lo que pretendía ser una explicación gráfica de los últimos y desdichados acontecimientos, reducida explicación a la altura de parientes,  arrastró el papel hacia el lado del escritorio donde estábamos nosotros y nos miró a los ojos, primero al viejo, luego a mí.
—Está gravísima —dijo —. Gravísima —repitió.
Miré el dibujo, no lo entendí. A las palabras sí las entendía pero no estaba dispuesto a creerlas.
El blanco inmaculado del guardapolvo que usaba producía un contraste agresivo con su tez morena, su barba desprolija y sus ojos negros que, sin ser mansos, parecían hechos a la mansedumbre.
La explicación, ahora verbal, continuaba con expresiones como sangre sin la presión ni el oxígeno adecuado, órganos sin sangre y  estabilizarla para intentar operación. Infarto. Colapso general.
Tengo sed me había dicho ella hacía una hora escasa. Entonces abrí una botella de agua mineral y la serví en un vaso de plástico blanco. Iba a alcanzársela cuando dos camilleros se la llevaron
—Tiene sed —exclamé repentinamente enojado con el hombre de blanco que aún tenía al frente
—Nos hemos ocupado, estudios, medicación. El suero quita la sed.
—¿Está dolorida?
—Ya no, duerme.
—Quiero quedarme con ella —terció el viejo.
—No está permitido que familiares de pacientes internados en terapia pasen la noche en el sanatorio. Si se produce alguna novedad nosotros nos comunicaremos. Vaya tranquilo señor Colombres, estamos haciendo todo lo posible.
Ella había usado guardapolvo blanco hasta que se jubiló. Pocos meses atrás al subir a un colectivo, el chofer le había dicho buenos días señorita Eugenia, usted no se acordará de mí. Para su felicidad tenía un montón de anécdotas como esa. Los años no le habían pasado por los ojos, aquel hombre, como otros antes que él, desde el fondo de su infancia la habrá reconocido, supongo, por la mirada.
El médico se fue y nosotros, el viejo y yo, nos quedamos solos en una habitación sin adornos mirándonos como si nunca nos hubiéramos visto. Caminando despacio llegamos a la calle. Habíamos entrado de día al sanatorio, al salir era noche cerrada. Pensé, tengo que acompañar al viejo hasta que mamá salga de terapia. Tomé su mano, extrañamente fría, laxa, y la colgué de mi brazo. Sin embargo no sentí el peso de esa mano, como si a pesar de su corpulencia se hubiera vuelto ingrávido. No pude explicarme entonces y tampoco puedo ahora, cuál fue el motivo, por qué razón apenas pusimos un pie en la vereda, comencé a cuidarlo  de un peligro que no creía al acecho.
La calle continuaba en su rutina de verano tardío con huelga de municipales. Roña, bocinazos y puestos de venta improvisados. Patas de pollo asadas, anteojos para sol, pulseritas. Gente consumiendo, gente apurada. Un linyera bajo el alero del edificio de la esquina parecía, observado desde lejos, el único hombre tranquilo de la ciudad. El viejo le dejó un billete de dos pesos, el linyera giró el cuello y nos miró. Entonces vi sus ojos, tranquilos, sí,  tanto como puede estarlo el agua que ninguna corriente, ningún movimiento agita.
Oí, creí oír,  a una mujer gritando que robaban su billetera.
Creí ver el trabajo invisible de los carteristas.
Oí, claramente, el chirrido de una tiza contra el pizarrón. Supe que fuera de la escuela, ese era el sonido del descontento.
—Conozco alguien que la hizo bien, encontró la forma de tomar un respiro, alejarse de toda esta locura —comenté, en tono de aquí no pasa nada, al taxista que nos llevaba a lo del viejo—. Pero si esta ya parece una ciudad medieval —continué despotricando aunque no tenía ni tengo la menor idea de cómo eran las ciudades medievales—. Falta que andemos todos con espada y armadura. O mejor digamos indios, pluma y flecha.
—A las flechas se las cambio por un buen par de pistolas jefe. Yo y varios más  — replicó el hombre.

En cuanto llegamos hablé por teléfono a las chicas.
La abuela sigue delicada. Va a salir de ésta, no llores. Claro que estoy seguro. Que tu hermana se tranquilice. Tratá de entender hija es imposible que las busque, esto no estaba previsto. No puedo justo en este momento arrancar al viejo de sus costumbres y tampoco puedo dejarlo solo en su casa. Hasta que ella se recupere. Yo también, mucho mucho. Dios te oiga.
Ofrecí preparar algo de cena.
—No te me vayas a enfermar vos ahora.
Negó con la cabeza y esa fue toda su respuesta. Yo quería seguir hablando, es bueno hablar, no se oye a la tiza que raspa y raspa.
Sobre la mesa del living, esa que sólo se usa para fin de año excepto que haya visitas, puso varias cosas que sacó del bolsillo. Un par de aros, un broche redondo color rojo (rojo sangre pensé como un idiota) y tres anillitos de plata.
—No permiten adornos en la terapia —explicó.
—El broche tiene gravado un signo positivo.
—Yo veo una cruz —concluyó, y estas fueron las últimas palabras que logré arrancarle esa noche.
Lo observé caminar encorvado y servirse un vaso de agua con el pulso tembloroso. Por la mañana él ya había sido un viejo, pero erguido, un viejo capaz de estrechar la mano con firmeza. Se fue a acostar, no podía decidirme a hacer lo mismo y regresar a mi cama de soltero. La cama a la que no había vuelto ni siquiera después de la separación se me antojó, en esas circunstancias, una declaración de derrota, un pájaro de mal agüero.
En la mesa de la cocina, sobre la que mamá había puesto un mantel lleno de cuadraditos azules y blancos, estaba el diario del domingo. Lo abrí en cualquier parte como hago con los libros antes de comprarlos. Cualquier página, diez líneas y ya sé si el libro en cuestión es bueno para mí. La 5F tenía un dibujo. Una mano de barro reseco, cuarteado, sostenía al planeta, una Tierra tan reseca y cuarteada como su sostén. Morirá por falta de agua, decía el título.
El hígado, los riñones, el cerebro, mueren por falta de sangre. Al fin era sencillo comprender.
Tengo sed.
A mi no me va a pasar, ni a vos tampoco mamá, ni a nadie que yo quiera. Voy a burlar cuanto acuerdo hayan hecho los grandes señores para conseguir que todos los ríos del mundo drenen en la bañera de mi casa y voy a pescar todos los peces, para vos mamá, sin caña ni red, así no más con la mano, con esta mano que aquí ves, la izquierda mi mano hábil, la que está del lado del corazón.
Tengo sed
Perdón mamá debí reaccionar, debí decir, ordenar a los camilleros: esperen que tome unos sorbos de agua.
Tengo sed
¡Sangre es lo que necesitás! Con la presión adecuada. Sangre que te hidrate con su oxígeno.
La tiza chirriaba tan fuerte que casi me impidió escuchar el teléfono.
—¿Familiar de Eugenia Colombres?
—El hijo.
—Acérquese por el sanatorio, las cosas se han complicado.
Sé que contesté voy inmediatamente, pero no me oí decirlo. El silencio fue una fuerza árida que cubrió mis palabras y las de mamá, dejó atrás el caos de la huelga y detuvo la tiza. El teléfono, la habitación y el mundo fueron aridez, silencio.
Cuando colgué vi que él estaba de pie a mi lado. Sus ojos claros se habían oscurecido. Papá y yo, solos, mirándonos como si nunca nos hubiéramos visto, otra vez.  



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Publicado en Orizont Literar Contemporan

Independiente, bilingue y multicultural
University of Bucharest
Staff
Mihai Cantuniari (Director)
Daniel Dragomirescu (Editor in chief)



       Traducere de: Ruxandra Ştefana Munteanu
MTTLC, Universitatea din Bucureşti








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Publicado en la bitácora que coordina la escritora Claudia Cortalezzi
Ficciones Argentinas (versión rumana)


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