Espejos (columna de opinión)





Sin advertirlo, fui creando en mi vida un espacio para llaves sin dueño, para llaves que no abren ninguna puerta o, en todo caso, sólo abren las de la memoria. Una de ellas por ejemplo, abre, abriría, mi casa. La casa donde viví desde los 3 años hasta los 17. Donde aprendí a leer, donde me visitaba mi novio, donde fui a pasar un verano con mi esposo y mi hijita recién nacida. Mi hijo menor no la conoció, ya se había vendido.
La casa donde aprendí a amar todo lo que aún amo y a ser generosa y paciente con esos amores, al principio, sólo  nos tenía a nosotros: papá, mamá y yo. Era la única en nuestra manzana. Alrededor, el monte, y un poco más allá, las sierras que mirábamos desde las ventanas. En verano, verdes, azules en invierno.
Para impedir que entraran los burros papá plantó tras la cerca, baja, de ladrillos, un arbusto de madera muy dura, espinoso, que producía unos frutos minúsculos de un color rojo encendido, venenosos. Llamábamos gratevus a tal arbusto. Hace pocos años supe a través de un artículo publicado por la escritora Cristina Bajo, que su nombre botánico es Crateaus, nombre latino de Kratevas, médico, asesino y escritor que vivió en el siglo I a de C. Kratevas experimentaba con venenos que usaba en esclavos o enemigos de su rey, Mitrídates del Ponto. Luego describía los horrorosos padecimientos de sus víctimas con una prosa elegante y poética. Leerlo, contemplar esta aventura maravillosa que es el hombre desde su costado más oscuro y siniestro, es sumirme en la más profunda desesperanza. Y también respetar, y temer, y apiadarme, de esa desconocida que me mira desorbitada desde el espejo.  
Tras la cerca, en la vereda, ganaban altura tres olmos. La calle, entonces de tierra apisonada,  lleva por nombre Monteagudo. Bernardo de Monteagudo,  otro escritor. Revolucionario, periodista, político feroz y militar independentista argentino del siglo XIX. Autor del primer ensayo para lograr una Federación de los Estados Hispanoamericanos.  Murió a los 35 años, asesinado en Perú por quienes odiaban tanto la radicalización de sus ideas como su denodada pasión para llevarlas a término. Si toda vida es una odisea, una lucha esforzada por llegar donde sentimos, sabemos, nos corresponde; Monteagudo, viajero incansable a través de esta América Latina que soñaba unida sin importar el costo, su controversial figura, es un ejemplo paradigmático de ello. Este mártir con mácula, serena mi reflejo y me reconcilia con él: demuestra que la oscuridad está pero no es irreductible.
Así como las sierras, de un color y de otro. Así como una casa solitaria pasa a ser otra más en la ciudad recién estrenada. Así como el departamento donde escribo estas líneas soñando volver a un hogar que ya no existe. Así  como esta llave cuya inutilidad no le impide tener un peso determinado sobre mi palma y entibiarse al contacto de mi piel. Así como se aprende, aprehende, que el amor y el recuerdo del amor son el mismo sentimiento. Así como el monte, cualquiera puede advertirlo en las grietas del asfalto, espera paciente el retorno de su tiempo. Así, ves, de esta materia ambivalente, contradictoria, cambiante y, sin embargo, circular, ha sido hecha la vida y su reflejo. 






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