Vencer el miedo (columna de opinión)




“Con este fantasmal librito he procurado despertar el espíritu de una idea, sin que provocara en mis lectores malestar consigo mismos, con los otros, con estos días de fiesta, ni conmigo. Ojalá alegre sus hogares y nadie sienta deseos de verlo desaparecer”.
Buen deseo con el que Charles Dickens (1812 – 1870), a modo de prefacio, abre una de sus novelas, nouvelle diríamos más apropiadamente, ‘Cuento de Navidad’, también conocida como “Canción de Navidad”. De todas las ficciones acerca de este festejo y conmemoración, ésta, de éxito inmediato, quizá sea la más famosa.  Ahorraremos al lector de la presente columna una síntesis de la trama que, se descuenta, conoce de sobra. Resaltaremos, sí, que fue llevada tanto al cine como a la televisión —con, incluso, versiones animadas en ambos medios— innumerables veces, del mismo modo que al teatro —donde también fue representada como comedia musical—.

Viendo cómo caía desmayadamente la enorme y sucia nube oscureciendo todo, se hubiera pensado que la Naturaleza habitaba por allí cerca y en ese momento se encontraba elaborando cerveza en gran escala”.
Cuento de Navidad contiene todas las características que hacen a la obra de su autor, por ejemplo, un contenido metafórico sobresaliente como el que acabamos de leer. La  personificación de la naturaleza a través del uso de mayúscula, no es casual. El clima y los distintos escenarios que acompañan el devenir del argumento, son tratados con el cuidado que corresponde a un personaje cuya importancia es relevante. El respeto por el entorno es parte constituyente de la gran sensibilidad de Dickens, sensibilidad que, a la hora de escribir, le acarreó no pocas críticas.

Cierto también es que Scrooge tenía tan poco de eso que se llama fantasía como cualquier hombre en la City de Londres, incluyendo —que ya es decir— la corporación municipal, los concejales y los miembros de la Cámara de Gremios”.
Parte destacable de esa sensibilidad a la que hacíamos referencia es la social. Habiendo sido un niño, como tantos en aquella dura época victoriana, obligado a trabajar en una fábrica desde muy temprana edad, nuestro escritor desprecia la injusticia evidente de la sociedad que lo alberga y a aquellos que la perpetúan: el aristócrata o burgués sin conciencia y los gobiernos que medran en tan miserable carencia. Cerca del final de la primera estrofa —recordemos que así es como está dividido el libro, no en capítulos— Scrooge, el protagonista, se asoma a una ventana y ve pasar fantasmas en pena:
“Todos llevaban cadenas …unos cuantos (tal vez gobiernos culpables) iban encadenados e grupo”.
Y aún va más allá.  En el final de la tercera estrofa personifica a la Ignorancia y a la Necesidad como dos niños que claman al cielo contra los hombres que son sus progenitores. El Espíritu de la Navidad Presente, quien guía a Scrooge por esos momentos, advierte —a Srooge y a quien lea atentamente— acerca de los riesgos que entraña sacar rédito de tal indefensión:
“…empeóralo todavía más. ¡Y aguarda el final!”
A pesar de tener su origen en un hogar en el que sobraban las desdichas, Dickens apuesta, con esa responsabilidad suya hacia todo asunto humano, a la unión familiar. Abundan las citas en las que hace referencia a permanecer unidos, abuelos padres y nietos, aunque la enfermedad y la pobreza muerdan con ferocidad. Unidos y felices porque es esa unión la que llama a la dicha.
“Un hombre muy viejo y una mujer, con sus hijos y los hijos de sus hijos, y otra generación posterior… El viejo, con una voz que apenas sobrepasaba el ulular del viento en la yerma extensión, les cantaba un villancico que ya era muy antiguo cuando él había sido niño, y de vez en cuando todos le acompañaban a coro. Cuando los demás unían sus voces, la del viejo se volvía más alegre y potente…”
Dickens sabía que una familia es una institución disfuncional, haber sufrido en carne propia tal disfuncionalidad no alcanzó, sin embargo, para volverlo contra ella. Confiaba y deseaba  que los seres humanos, aunque fuese una sola vez al año, nos reuniésemos a cantar, a jugar, a tolerar el bullicio de la niñez (de lo que él supo pues tuvo 10 hijos), a valorar y alabar con palabras que todos oigan el trabajo aún hoy menospreciado de la esforzada ama de casa, a compartir con dicha, con benevolencia, lo poco. Benevolencia, familia, amistad, aún en la distancia:
“Y todo hombre a bordo, despierto o dormido, bueno o malo, había tenido una palabra más amable para los demás en ese día que en cualquier otro día del año; y había compartido en alguna medida el festejo; y había recordado a sus seres queridos, y había sabido que ellos se acordaban de él”.

“Tienes demasiado miedo al  mundo” dice a Scrooge una novia que pierde a temprana edad —lo abandona— por causa de su avaricia. Será viejo cuando, para su bien, comprenda que “…Es una ley de la compensación justa, equitativa y saludable, que así como hay contagio en la enfermedad y las penas, nada en el mundo resulta más contagioso que la risa y el buen humor”

Comenzando la segunda estrofa, al hablar del “visitante ultraterrenal” que visita a Scrooge, Dickens se dirige al lector:
“Estaba tan cerca de él como yo lo estoy de ti, lector, y créeme que, en espíritu, estoy a tu lado”.
Así lo siento, Señor Dickens. Así lo siento.

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