Alerta, thugs a la vista (columna de opinión)





Mi primer novela, leída a la edad de once años, lleva por título “Los Misterios de la Jungla Negra”. Su autor, Emilio Salgari. Mi primer gran novela,  gracias a la cual leí todas las que siguieron, se desarrolla en India. Desde entonces sueño conocer  ese país continente, esa selva superpoblada, esa violencia que engendró a Mahatma Gandhi, esa contradicción. Si es cierto que detrás de todo lector empedernido duerme un escritor que puede o no despertar, quizá, además de mi pasión lectora y estas ganas de atravesar mundo, deba a Salgari, también, las líneas que aquí florecen o marchitan, según se vea, ya que no son líneas escritas para honrar el recuerdo romántico de una adolescencia recién estrenada, no, son las líneas que me dicta una urgencia.  
Los Misterios de la Jungla Negra (1895) tiene, como la época  exigía a toda novela de aventuras, personajes buenos y malos bien definidos. Los malos de aquella jungla estaban dentro de un mismo lote: la secta de los thugs. Asesinos, fanáticos religiosos que mataban a sus víctimas por estrangulamiento. A los thugs no los inventó Salgari, los orígenes del clan pueden rastrearse hasta la edad media. El imperio inglés afirmó en su momento haber “aplastado categóricamente” a los thugs, podemos creerle, es usual que los imperios terminen con aquello que desean terminar. No existen más como secta, sin embargo, no es cuestión de dormir tranquilos. Estoy dando una alerta.
Un thug nacía thug, o era un huérfano criado por ellos desde niño. Nadie se volvía thug.
¿Nadie se volvía malo?
¿Nadie, entre los que se suponían buenos, traicionaba?
Quizá así fuera en las novelas de Salgari. Lamentablemente, la realidad hoy las contradice. Saldría ya mismo, como una insignificante Diógenes del cono sur,  a preguntar dónde hay un hombre decente… que no haya sido estrangulado.
No hablo del estrangulamiento amoroso, de pareja, de ese lazo que aprieta provocando un ahogo que pone a correr lágrimas por nuestras mejillas como ríos de sal ardiente, que nos lleva a descreer  primero de nuestros dioses y luego de nuestra esencia para ponernos, por último, a dudar de la imagen que nos devuelve el  espejo. No traiciona quien creyó, sinceramente, amarnos. No traiciona quien creyó, sinceramente, que su amor lo sobreviviría.
Hablo del que traiciona ética, moralmente. Hablo del lazo criminal que sostienen unas manos que juzgábamos de confianza, amigas. Hablo de esa traición que, sin habernos llevado previamente hasta allí, nos abandona a merced de un desierto incomprensible, con vidrio molido en la boca y los ojos secos como el fondo de un lago fantasma.
Los thugs de Salgari mataban porque así lo ordenaba su diosa. Los thugs en India, bajo pretexto religioso, mataban para robar. Sin embargo, tenían un límite: sólo se quedaban con aquellas cosas que tuvieran valor económico. También eso ha cambiado, el lazo hoy carga mayor poder. No sólo enturbia la mirada de la víctima sino de cuantos la rodean, poniéndola en riesgo de perder desde su  trabajo hasta sus afectos. Todo individuo que porta tales lazos, que acusa tal carencia de empatía, tal comportamiento aberrante, para mí es un thug. La palabra traidor, mezquina como es, le queda grande. 






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